4 sept 2009

LA CIUDAD Y SUS CARRERAS

Una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo.
La rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos.”

(Alejandra Pizarnik)


Buscan debajo de su cama, adentro del placard su calzado más cómodo para enfrentar la puerta de salida. Lo hacen con una razón, con una simple razón: Poder correr por la ciudad, volar sin tener la necesidad de pisar las sucias baldosas.

No observan cielos ni arquitecturas, no oyen las voces, no perciben ninguna otra sombra más que la suya: la de un cuerpo encerrado en una burbuja musical narcotizante, donde el mínimo movimiento de colocarse los auriculares, los protege de un espacio desconocido. De este modo procuran sentirse seguros, en ese otro mundo que están obligados a transitar.

Carecen de alas, pero los veo volar por las calles. Sólo por ganar una insignificante cantidad de minutos que luego no sabrán en qué utilizar. ¿Cuál es el objetivo de acumular este tiempo?¿Realmente lo están ganando?

Lo cierto es que la sociedad los invita a creerse parte de ella, alegando que lo fundamental en esta vida es ahorrar segundos para poder invertirlos. De este modo se convencen de que en un futuro podrán ser felices y hacer lo que ellos prefieren. ¿Podrían serlo así?

Aparecen y desaparecen por las avenidas. Corren, siempre corren sin detenerse a pensar en el sentido de este largo camino que es la vida. No tienen tiempo para hacerlo. No pueden deambular sintiendo las pisadas, no pueden inhalar el aire, exhalarlo, por consiguiente pierden la oportunidad de vivir, salvo en esos valiosos y efímeros momentos que se reservaron para ser felices.

Un viaje rápido, cada vez más rápido. Que nadie note la presencia de todos ellos, dado que ellos tampoco perciben la de los otros.

El menor contacto, el menor sonido, sólo los alerta alguna escandalosa bocina (depende el volumen de su música, depende si alguna llamada al celular no los distrae).

Salen de sus casas con “el tiempo contado”, suponen que entre esas cuatro paredes están protegidos, pero que cuando las atraviesan quedan vulnerables, expuestos en un mundo de movimientos desconocidos, que no pueden controlar.

En el tren, en el colectivo, mientras camino: la misma escena se repite una y otra vez. Pisadas leves, corridas simuladas, tacos que no tocan el piso, ruedos de los pantalones que se arrastran con rapidez borrando las huellas caminadas por otros.

Sólo eso ocurre con ellos. Ninguna voz, ninguna flor, sólo el viaje indispensable, sólo una burbuja artificialmente naturalizada.

Pero no están solos, junto a ellos hay gente que observa, que oye. Junto a ellos estamos nosotros, los que pisamos, los que observamos cielos y nos detenemos frente a alguna columna escondida que quiere ser reconocida.

Nosotros, los que nos sorprendemos ante las extrañezas de cada viaje puesto que admiramos los matices y nos oponemos a percibir y aceptar un mundo monótono.

Salimos a la calle no sólo para cumplir con una rutina, con un horario, también lo hacemos para sentir.

De eso hablo, no comparto la inequívoca idea de acumular minutos ni de invertir segundos en actividades futuras, sino de disfrutar el camino, de apreciarlo, porque ningún futuro servirá si somos conscientes de que sacrificamos todos nuestros posibles presentes, ningún futuro servirá si durante el viaje no supimos capturar los instantes, explorar los sentimientos y nutrirse con ellos.

Quizás algún día ellos se choquen con una rosa y puedan aprehenderla con todos sus sentidos. En ese momento, tal vez puedan comenzar a percibir su alrededor y ya no anhelen evitarlo ni escaparse de él, ¿Sería posible recrear su presente, intentar aceptarlo y poder darle una cálida bienvenida al futuro?

Entretanto se apresuran, ganan tiempo, pueden asegurarse de hacer todo lo que su vida tirana les ordena. Así, cada una de las cosas que planearon y se propusieron para su vida podrán cumplirse inexorablemente.

En su interior saben que el tiempo no vuelve, que un día su reloj biológico se quedará sin cuerda y que ya nada podrán hacer, al fin y al cabo, son mortales. Eso también lo saben, probablemente desearían no serlo. Se comportan de forma mecánica, como autómatas, sólo así pueden tener programadas cada una de sus acciones, y abandonar el tenebroso y oscuro camino de lo espontáneo, de la sorpresa desconocida. De este modo lentamente renuncian a la idea de observar, descubrir, apreciar. Entonces ocurre que sin quererlo se enfrentan a una realidad paradójica, puesto que al dotar de velocidad todas sus rutinas, corren desenfrenadamente hacia su inevitable fin.

No razonan, no comprenden, sólo buscan ganar con su más cómodo calzado. Creen que así saldrán triunfadores en la carrera de sus vidas.







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